ÁGUEDA
- Antonio, ¿has notado un sabor raro en el
estofado?
- Sí, sabe extraño, no parece el estofado de
siempre, y mira que Águeda cocina bien.
- Hombre, lleva haciéndolo igual toda la vida.
***
A todos nos sorprendió que abuelo
Pepe antes de morir expresara su deseo de que lo incinerasen. Era una persona
especial, pero nunca pensamos que hasta ese punto. Debió de haberlo leído en ABC de Madrid al que estaba suscrito
y leía con fruición hasta muy entrada la
noche: el cementerio de La Almudena había adquirido un horno crematorio, lo que
era una novedad en España. “Quiero que me incineren”, dijo segundos antes de
morir. Sus hijos se quedaron estupefactos.”Eso va en contra del catolicismo”,
musitó enseguida tía María. ” Sea lo que sea, si esa ha sido la última voluntad
de padre, así se hará”, dijo el mío.
Los preparativos resultaron
engorrosos y el primer disgusto fue con el párroco del pueblo, íntimo amigo de
la familia, quien ipso facto dejó de hablarnos. Otros vecinos y
familiares lo hicieron también. Hubo después que pedir permisos y
certificaciones en el Ayuntamiento, en el Registro, en las Diputaciones
Provinciales por donde iba a pasar el cadáver (Badajoz, Cáceres, Toledo y
Madrid) y hasta una cédula especial en
la Dirección General de Tráfico del Ministerio de la Gobernación.
Una madrugada fría de finales de
diciembre, con el alba a punto de estallar en un cielo cuajado de estrellas,
salió la comitiva. El coche fúnebre con el féretro de plomo hermético iniciaba
la marcha y detrás, en cuatro taxis Seat 1400, iba la familia. Hicimos un alto
en Navalmoral de la Mata donde por lo bajini escuché a mi madre decirle
a mi padre, que tomaba meditabundo su café, “Pepe, esto es una locura”. A
mediodía, estábamos en Madrid.
Al llegar al cementerio mi padre
entregó la documentación requerida y un funcionario con aspecto inequívoco de
enterrador nos comunicó que para la
incineración había cola. Hizo pasar el féretro a unas dependencias y a nosotros
nos indicó que aguardásemos en una sala de duelos atestada de personas. “¡Nunca
pude imaginar que en nuestra España
hubiera tanta gente rara!”, exclamó en voz alta tío Manuel con evidentes
intenciones provocadoras. ”Manolo, no es el momento”, advirtió mi padre.
Hacia las ocho de la noche, cansados de
esperar, entró en la sala el mismo funcionario
con gesto sombrío. En sus manos llevaba una caja de cartón cuadrada y
honda y, tras pronunciar un “sentido pésame”, dijo que allí dentro se guardaban
las cenizas del difunto, pero que más que cenizas parecían munición de escopeta
porque el horno nuevo dejaba de esa manera los restos. A pesar de lo avanzado
de la hora, decidimos volver en ese
instante al pueblo. Llegamos pasadas las tres de la madrugada.
* * *
Águeda entró en la cocina a las seis
de la mañana. Acababa de cumplir noventa años. Vio una caja de cartón sobre la
mesa. Tomó de ella un puñado de su contenido y rellenó el tarro de la
pimienta.
Julián
García Arias : “En
primera persona”