martes, 3 de septiembre de 2013

En primera persona: Cómplices

                                            C Ó M P L I C E S


              Grandes nubarrones llenaban mi cabecita infantil de malos presagios. Mi padre había descubierto en una esquina del jardín el cadáver de Ortega con un tajo en el cuello y, no lejos de allí, también a Gasset, que agonizaba entre violentos estertores, desangrándose bajo el hueco de la escalera que conducía al pajar. Yo, instigado por el intelectual de mi hermano, era el autor material de aquellos horrendos crímenes, la mano asesina que había lanzado con gran maestría la tapa circular de una  gran lata de sardinas.

              Ambos habíamos pasado varios días del recién inaugurado verano estudiando la operación. Agazapados tras los setos como cazadores furtivos, observábamos el paso lento y pausado de aquellos felinos astutos, auténticos tigres de Bengala en nuestra efervescente imaginación, que unos amables vecinos habían regalado a mis padres para la vigilancia ratonil de la casa. Por las tardes infernales, con la chicharra abrasada y enloquecida, ensayábamos el lanzamiento del arma contra una caja de cartón. No debíamos fallar. Y no fallamos. El día D y a la hora H, mi mano no tembló y se produjo la ejecución según lo tantas veces acordado y repasado.

             Al día siguiente de los hechos, cuando la tarde languidecía en los ventanales de aquel inmenso y destartalado caserón que habitábamos, mi hermano tuvo la pésima fortuna de cruzarse con mi padre en el comedor y, agarrado de una oreja, fue conducido de inmediato al prohibidísimo despacho. Colocando una de las mías sobre la puerta de cuarterones, cerrando con todas mis fuerzas los puños, temiendo escuchar mi nombre pronunciado por él, escuchaba sobre sus entrecortados gemidos la voz tronante del jefe de la casa. Tras varias amenazas, sin cine, sin postre, sin cena...llegó la definitiva y, como lo hubiera hecho también yo, claudicó: NO PODÍAMOS PASAR EL VERANO SIN BICICLETAS. Se inculpó como el único autor material e intelectual de los actos, prometió confesarse el domingo y aceptar la dura penitencia que le impondría don Fabián. Además tendría que acostarse el resto de la semana con los últimos rayos de sol.

             Lo esperé en la penumbra de nuestra habitación. Llegó con los ojos hinchados y las  mejillas surcadas por churretones que revelaban el paso de las lágrimas. Me miró, pero no dijo nada. Ni un solo reproche. Se puso el pijama y se acostó mirando hacia la pared. Silencio. Al rato toqué su hombro, dije gracias y le extendí mi mano que llevaba una chocolatina guardada hacía tiempo para él. 



                                                     (A la memoria de mi hermano Rafael)

                                   



                                          Julián García Arias: En primera persona

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