C Ó M P L I C E S
Grandes nubarrones llenaban mi
cabecita infantil de malos presagios. Mi padre había descubierto en una esquina
del jardín el cadáver de Ortega con un tajo en el cuello y, no lejos de allí,
también a Gasset, que agonizaba entre violentos estertores, desangrándose bajo
el hueco de la escalera que conducía al pajar. Yo, instigado por el intelectual
de mi hermano, era el autor material de aquellos horrendos crímenes, la mano asesina
que había lanzado con gran maestría la tapa circular de una gran lata de sardinas.
Ambos habíamos pasado varios días
del recién inaugurado verano estudiando la operación. Agazapados tras los setos
como cazadores furtivos, observábamos el paso lento y pausado de aquellos
felinos astutos, auténticos tigres de Bengala en nuestra efervescente
imaginación, que unos amables vecinos habían regalado a mis padres para la
vigilancia ratonil de la casa. Por las tardes infernales, con la chicharra
abrasada y enloquecida, ensayábamos el lanzamiento del arma contra una caja de
cartón. No debíamos fallar. Y no fallamos. El día D y a la hora H, mi mano no
tembló y se produjo la ejecución según lo tantas veces acordado y repasado.
Al día siguiente de los hechos,
cuando la tarde languidecía en los ventanales de aquel inmenso y destartalado
caserón que habitábamos, mi hermano tuvo la pésima fortuna de cruzarse con mi
padre en el comedor y, agarrado de una oreja, fue conducido de inmediato al
prohibidísimo despacho. Colocando una de las mías sobre la puerta de
cuarterones, cerrando con todas mis fuerzas los puños, temiendo escuchar mi
nombre pronunciado por él, escuchaba sobre sus entrecortados gemidos la voz
tronante del jefe de la casa. Tras varias amenazas, sin cine, sin postre, sin cena...llegó la definitiva y, como lo
hubiera hecho también yo, claudicó: NO PODÍAMOS PASAR EL VERANO SIN BICICLETAS.
Se inculpó como el único autor material e intelectual de los actos, prometió
confesarse el domingo y aceptar la dura penitencia que le impondría don Fabián.
Además tendría que acostarse el resto de la semana con los últimos rayos de
sol.
Lo esperé en la penumbra de
nuestra habitación. Llegó con los ojos hinchados y las mejillas surcadas por churretones que
revelaban el paso de las lágrimas. Me miró, pero no dijo nada. Ni un solo
reproche. Se puso el pijama y se acostó mirando hacia la pared. Silencio. Al
rato toqué su hombro, dije gracias y le extendí mi mano que llevaba una
chocolatina guardada hacía tiempo para él.
(A la memoria de mi hermano
Rafael)
Julián
García Arias: En primera persona
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