martes, 3 de septiembre de 2013

En primera persona: Primera comunión


                                            Primera comunión


                  En la empresa donde trabajo desde hace más de veinte años, suelen asignarme los viajes de representación por la zona norte, pero como mi compañero que suele hacer el sur estaba enfermo - decía que había pillado un virus de veinticuatro horas y ya llevaba en cama casi un mes -, en esta ocasión estuve unos días en una ciudad meridional. Vivimos en un país extraordinario, de gente encantadora, con sus diferencias regionales, no tantas como los políticos pregonan, y sus tópicos localistas, en general, muy divertidos.
                   Estaba desayunando en el hotel donde me alojaba y en la mesa de al lado lo hacía  también un familia muy jovial, no paraba de reír, algunos lo hacían a carcajadas, atrayendo las miradas de todos quienes estábamos en el "desayunador" (así lo llamaban en los rótulos del hotel). Una chica con una gracia infinita relataba los infortunios que les habían sucedido el día anterior. En resumen, eran estos: Habían llegado a la ciudad invitados a una primera comunión de un pariente cercano. Tras acicalarse convenientemente en el hotel, tomaron varios taxis que los dejaron en un descampado, al final del cual se encontraba una iglesia. Atravesaron el solar encharcado, todos emperifollados, entaconadas ellas, encorbatados ellos... y encontraron la iglesia cerrada a cal y canto. Sobre la puerta de la misma un rótulo decía: Iglesia Evangelista. Alguien había equivocado la dirección. Culparon a los taxistas, pero uno de los  invitados se dio cuenta del error. Tenían que haber ido a la Iglesia de San Juan Evangelista, al otro lado de la ciudad. En definitiva, no solo no llegaron a la celebración religiosa, sino que también lo hicieron tarde a la comida. 
                   A todos lo ocurrido les parecía hilarante y rememoraban las anécdotas tronchándose de risa. Yo me contagié de la misma y acabé soltando una carcajada demasiado alta. Ellos se percataron y callaron al unísono clavando sus miradas en mí. La chica del relato, de muy mal humor, me espetó:
- Solo está permitido reírse a la familia, ¿de acuerdo?
Pedí disculpas y subí abochornado a la habitación.





                                              Julián García Arias: En primera persona

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