domingo, 1 de septiembre de 2013

En primera persona: Águeda

                                                                ÁGUEDA


-       Antonio, ¿has notado un sabor raro en el estofado?
-       Sí, sabe extraño, no parece el estofado de siempre, y mira que Águeda cocina bien.
-      Hombre, lleva haciéndolo igual toda la vida.
                                                           ***
           A todos nos sorprendió que abuelo Pepe antes de morir expresara su deseo de que lo incinerasen. Era una persona especial, pero nunca pensamos que hasta ese punto. Debió de haberlo  leído en ABC de Madrid al que estaba suscrito y  leía con fruición hasta muy entrada la noche: el cementerio de La Almudena había adquirido un horno crematorio, lo que era una novedad en España. “Quiero que me incineren”, dijo segundos antes de morir. Sus hijos se quedaron estupefactos.”Eso va en contra del catolicismo”, musitó enseguida tía María. ” Sea lo que sea, si esa ha sido la última voluntad de padre, así se hará”, dijo el mío.
            Los preparativos resultaron engorrosos y el primer disgusto fue con el párroco del pueblo, íntimo amigo de la familia, quien ipso facto dejó de hablarnos. Otros vecinos y familiares lo hicieron también. Hubo después que pedir permisos y certificaciones en el Ayuntamiento, en el Registro, en las Diputaciones Provinciales por donde iba a pasar el cadáver (Badajoz, Cáceres, Toledo y Madrid)  y hasta una cédula especial en la Dirección General de Tráfico del Ministerio de la Gobernación. 
             Una madrugada fría de finales de diciembre, con el alba a punto de estallar en un cielo cuajado de estrellas, salió la comitiva. El coche fúnebre con el féretro de plomo hermético iniciaba la marcha y detrás, en cuatro taxis Seat 1400, iba la familia. Hicimos un alto en Navalmoral de la Mata donde por lo bajini escuché a mi madre decirle a mi padre, que tomaba meditabundo su café, “Pepe, esto es una locura”. A mediodía, estábamos en Madrid.   
         Al llegar al cementerio mi padre entregó la documentación requerida y un funcionario con aspecto inequívoco de enterrador nos comunicó que  para la incineración había cola. Hizo pasar el féretro a unas dependencias y a nosotros nos indicó que aguardásemos en una sala de duelos atestada de personas. “¡Nunca pude imaginar  que en nuestra España hubiera tanta gente rara!”, exclamó en voz alta tío Manuel con evidentes intenciones provocadoras. ”Manolo, no es el momento”, advirtió mi padre.
        Hacia las ocho de la noche, cansados de esperar, entró en la sala el mismo funcionario  con gesto sombrío. En sus manos llevaba una caja de cartón cuadrada y honda y, tras pronunciar un “sentido pésame”, dijo que allí dentro se guardaban las cenizas del difunto, pero que más que cenizas parecían munición de escopeta porque el horno nuevo dejaba de esa manera los restos. A pesar de lo avanzado de la hora, decidimos volver en ese  instante al pueblo. Llegamos pasadas las tres de la madrugada.      
       * * *
          Águeda entró en la cocina a las seis de la mañana. Acababa de cumplir noventa años. Vio una caja de cartón sobre la mesa. Tomó de ella un puñado de su contenido y rellenó el tarro de la pimienta.         








                                   Julián García Arias“En primera persona”


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