S E G U R O A Z A R
Estoy trajinando en la cocina
y, la mente con sus asociaciones, recuerdo de pronto la "receta" de
Tristán Tzara para hacer un poema dadaísta, ya saben, aquel de "coja unas
tijeras y bla, bla, bla...". Recuerdo también que mi madre guardaba en un
cajón del aparador una máquina antiquísima para picar carne y otros alimentos;
es verdad, aquí está. Y pienso: ¿qué sucedería si en lugar de recortar un
artículo de periódico yo picara en este artilugio el Diccionario de la Real Academia de la Lengua?
Fue un trabajo laborioso, no crean, me
mantuvo ocupado varias semanas, el DRAE tiene muchas páginas. Al principio la
máquina se atascaba con tanto papel impreso, tanta letra, hasta que
descubrí que la cosa marchaba mejor
echando un poquito de aceite. Monté el
aparato en un antiguo banco de carpintero que hay en el trastero de mi casa y
debajo puse un cubo que recogía el diccionario triturado. Cuando el cubo se llenaba
esparcía su contenido en el jardín e intentaba dar algún sinsentido a aquel puzzle
de letras y palabras casi ilegible. Anotaba en un cuaderno versos y antiversos
pensando que algún día yo, con mi idea genial, podría publicar El Quijote Dadá.
Luego, con una pequeña pala, echaba los restos en una bolsa de basura.
Mis padres, atónitos,
me dejaban hacer, acostumbrados como estaban a mis excentricidades. Es
más, colaboraban tirando las bolsas en
el contenedor cercano. Algunos días en que mi actividad era más intensa,
sacaban diez o doce. Los vecinos
comenzaron a extrañarse y desde el balcón de mi habitación sorprendí a alguno
que con nocturnidad y alevosía inspeccionaba las bolsas esperando encontrar
restos de un cuerpo descuartizado.
A las pocas semanas se
presentaron en casa dos miembros de la Policía
Local y nos hicieron algunas preguntas. Traían la velada
intención de entrar e inspeccionar, pero mi madre les explicó que tenía la casa
muy revuelta, "patas por alto", fue su expresión, y se fueron. A las
cuarenta y ocho horas trajeron una orden de registro, vieron mi tingladillo
literario y se fueron algo más que extrañados, con la duda de qué significaba
todo aquello. Justo a la semana recibimos una denuncia: se nos acusaba de tener
instalada en el domicilio particular una
industria papelera ilegal. Ahí terminó mi carrera de escritor neovanguardista.
Julián García Arias: En primera persona
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